Una frase en el espejo con letras rojas te avisa de las tres reglas del lugar:”Trabaja duro. Cuando te sientas agotado, sigue trabajando duro. Si crees que ya no puedes más, continúa”. El campamento de boxeo tailandés (Muay Thai) Sangmorakot no es más que un rincón al aire libre en los terrenos del templo Sitaran en el corazón de Bangkok. ‘El jefe’, Atapong Aumanan, compró los terrenos a los monjes cuando dejó la policía para dedicarse plenamente a entrenar a los muchachos pobres para que, tal vez, se puedan convertir en lo que él no pudo llegar a ser, un campeón de Muay Thai.
La joya nacional de Tailandia
Para los tailandeses el Muay Thai es lo que para los españoles el fútbol: el deporte nacional, lo que arrasa las audiencias en televisión, los deportistas a los que quieren parecerse los niños, los hombres por los que suspiran las mujeres… El origen del Muay Thai se remonta a la antigua Siam. Cuenta la historia que la capital del reino fue atacada y tomada por la armada birmana y muchos guerreros fueron hechos prisioneros. El destino hizo que el rey birmano se encontrase allí, presidiendo unas fiestas religiosas en las que se celebraban representaciones de teatro, música y artes marciales, que duraban siete días y siete noches. Los birmanos, guerreros duros y orgullosos que desarrollaron su propio estilo de lucha, quisieron medir a un luchador birmano contra uno thai para demostrar su superioridad delante de su rey. Así pues, convocaron a los esclavos de la ciudad para que eligieran a un campeón. La elección fue unánime: un hombre guerrero y sencillo llamado Nai Khanom Thom. El combate se celebró la noche del 17 de marzo de 1774 en presencia del rey Mangra y el guerrero thai se proclamó vencedor absoluto. Ante la rápida victoria del enemigo, los birmanos ofrecieron otro luchador… y otro, y otro. Sin éxito. Fue entonces cuando el rey hizo llamar al Gran Maestre de la ciudad de Yakai y el rey Mangra prometió la libertad a Nai Khanom Thom si lo derrotaba, cosa que hizo con asombrosa facilidad. Desde entonces, cada 17 de marzo, el pueblo tailandés rinde homenaje a su héroe, que representa el valor, el coraje y la determinación del pueblo.
A pesar de ser un deporte tan ancestral, la joya nacional de Tailandia es considerada una de las artes marciales más duras y violentas del mundo, donde se emplean puños, pies, codos y rodillas. Las peleas entre niños, que tan solo cuentan con una tradición de cuarenta años, están prohibidas a los menores o a quienes pesen menos de 45 kilos. Pero esta ley solo se respeta en la capital, Bangkok, pues las mafias de las apuestas saben que, cuanto más joven es esl luchador, mayores son las apuestas y los beneficios, obligando a que los niños peleen en ferias populares o pequeños pabellones en los pueblos. De hecho, quienes apuestan conforman más de la mitad del público de las peleas de niños y, a veces, la familia o el mismo manager son los que apuestan por el boxeador.
Los hermanos boxeadores
Conocí a Son Pong y a In Pong en Sangmorakot, dos hermanos que viven en el campamento. Tienen 11 y 13 años, pero cuentan con casi una cincuentena de combates. El jefe les acogió como a muchos otros chicos que llaman a su puerta con un sueño. Muchos vienen de las afueras, pero ellos llegaron de la ciudad, de un barrio pobre de Bangkok, donde la familia se gana el sustento en una parada ambulante de fruta. Su madre, gran aficionada al Muay Thai, los llevo por primera vez al gimnasio cuando solo tenían cuatro años.
Son dos de los niños que viven en el campamento y su sueño es igual al de muchos otros en Tailandia, un sueño simple: convertirse en campeones. Y lo que eso significa: una casa para la familia, ser iguales a muchos otros niños, subir de escalafón en la escala social, que su foto este colgada al lado de las de otros campeones del campamento, en ese lugar bien visible donde solo pueden estar las imágenes de los elegidos y, quién sabe, quizás algún día ganar en el estadio de Lumpini, el más importante de Bangkok. Pero la élite esta solo destinada a unos pocos y no todos podrán llegar.
El día empieza a las cinco de la mañana
El día empieza muy temprano para los luchadores. Seis días a la semana se levantan a las cinco de la mañana, cuando el sol empieza a asomar en la ciudad, salen a correr ocho kilómetros por los alrededores del templo, en una zona tranquila y segura tras esquivar el infernal tráfico de Bangkok, donde pueden también, pues no olvidemos que son niños, jugar. Después llega una ligera sesión de entrenamiento que a cualquier mortal dejaría exhausto, pero no a ellos, ese no es el lema de Sangmorakot, ellos tiene mucho que hacer, mucho que soñar. El momento del desayuno junto al resto de los luchadores les permite escuchar las historias de los combates de los más mayores y aprender. El jefe no solo quiere convertirles en campeones, también en hombres: los viste, le da de comer, los lleva a la escuela, les enseña los valores de la vida. Por eso, tras el desayuno, es el momento de hacer los recados, limpiar y ordenar todo el material de entreno que utilizarán por la tarde.
A mediodía, tras la comida y si no hay escuela, toca descansar y duermen hasta las cuatro de la tarde mientras los mayores, que empiezan a entrenar antes, calientan motores. En un callejón adyacente al ring un gran bidón de agua sirve de ducha y, de paso, para aprovechar unos momentos en el caluroso Bangkok y jugar con el agua antes de empezar una sesión de entrenamiento maratoniano: saltar a la cuerda, interminables sesiones golpeando sacos de arena que parecen gigantes a su lado, combate cuerpo a cuerpo y todo tipo de ejercicio físico. Es una sesión de más de tres horas que, cuando finaliza, agotados, se pesan en una antigua báscula oxidada y anotan el resultado en una pizarra. Esta cifra les supondrá tener más o menos oportunidades en el combate, pues deben enfrentarse a un muchacho con su mismo peso. Es decir que, cuanto más pesen, mas grande será su contrincante.
Al finalizar la cena, cansados y muchas veces magullados, buscan un lugar donde dormir, muchas veces una colchoneta encima del ring. Eso sí, siempre descansan cubiertos por una mosquitera, pues hasta en la capital de Tailandia, Bangkok, el mosquito sigue transmitiendo el Dengue y eso, para un luchador, es fatal, pues lo deja fuera de juego durante más de dos semanas y no se lo pueden permitir. ¿Cómo no van a tener miedo a ese insecto? Lo tienen y con razón, pues ese parásito ha llegado a frenar el avance de ejércitos enteros. ¿Qué no le haría a un niño? Pues, al fin y al cabo, no son más que eso, niños.
En los días de vacaciones escolares van dos días a ver a la familia. Sus padres y sus tres hermanos viven en una pequeña habitación con un lavabo en otra estancia, en la planta baja de un barrio humilde muy cercano a un Klong o canal, un lugar que durante la época de lluvia del monzón provoca que muchas veces se inunden las viviendas. Camino de casa los dos hermanos saludan a todos los vecinos, todos les conocen, todos saben quién son los luchadores y tal vez algún día puedan decir que aquellos muchachos que ahora salen en la televisión y que son jaleados por muchedumbres en los combates antes vivían en ese barrio. Aunque para ellos, el barrio es un sitio donde montar en bicicleta, jugar con su hermano más pequeño, o ver la película en DVD de Mr. Bean, pues la antena de la televisión no funciona muy bien. Ellos siguen riendo con las mismas bromas del humorista, una y otra vez. Son momentos para reír y jugar libremente.
Llega el gran día
Son las cuatro de la tarde de un sábado, hemos quedado en el campamento para dirigimos a Bang Bua Thom, un pequeño pueblo de gente agricultora al norte de Bangkok. Tres niños van a luchar allí, Son Pong, In Pong y un muchacho de 16 años, el más mayor, aunque por su constitución no aparentaría en Europa más de doce o trece. Los chicos están tranquilos, el día anterior no tuvieron que entrenar y pudieron dormir hasta más tarde, visitaron a la familia y estuvieron exentos de cualquier tarea, pues hoy es día de combate. Llegamos a Bang Bua Thom dentro de una furgoneta, los niños han hecho casi todo el viaje durmiendo o jugando a una PlayStation que ha traído un chico que les acompaña y que les ayudará en los prolegómenos del combate. Nos dirigimos a las afueras del pueblo, están en fiestas y en una misma zona coinciden donde algunos comen ágapes festivos, los niños del pueblo tiran dardos a unos globos para ganar algún muñeco o saltan y ríen en las camas elásticas. En el extremo más alejado del de la feria ambulante, está instalado un improvisado ring iluminado por unas bombillas y rodeado de un débil perímetro de vallas que delimita el acceso al publico. El grupo extiende una manta en el suelo de tierra y todos se untan de linimento contra las picaduras de mosquito, pues el pueblo está situado muy cerca del río Chao Praya y empieza a anochecer. El equipo cena en un puesto de comida, los chicos se sientan en unas sillas cercanas al ring, esperan, están serios, nerviosos, falta poco para la pelea.
Son Pong es el primero que peleará. Mientras se prepara y un muchacho le ayuda a impregnarse de un ungüento que le permite entrar en calor más rápido, en el ring ha empezado el primer combate: dos niños de no más de seis años se dan patadas y puñetazos con unos guantes que por el tamaño otorgan a los luchadores una imagen que bien podría parecer algo cómico, una broma. Pero allí ya nada es de broma, la gente vitorea cada golpe que llega a su destino, mientras las mafias de las apuestas ya han empezado a trabajar, un juego de manos y señales de dedos por encima de las cabezas indican cuánto y por quién quieres apostar.
Llega la hora, Son Pong se pone en la cabeza el mongkon (una banda cuidadosamente entretejida que representa a la escuela de la que que provienen), sube al ring, el árbitro les presenta al público. Su oponente es algo más alto que él, seguramente mayor y por tanto con más experiencia que Son Pong. Empieza a sonar una aguda música -en los grandes estadios hay músicos tocando tradicionales instrumentos, pero aquí no, la música sale de un gran y viejo altavoz- e inician una danza ritual. Sin que cese la música ensordecedora, los niños ya están en el ring golpeándose. Son cinco asaltos de tres minutos cada uno, pero a Son Pong las cosas no le van muy bien y se le convertirán en horas, mientras su entrenador le grita hasta quedarse sin voz en un extremo del ring y él sélo intenta cubrirse de los golpe que le lanza su oponente. El árbitro se ve obligado a separarlos varias veces pues él intenta agarrarse a su contrincante para evitar que éste le de más patadas, puedo ver la expresión de miedo en sus ojos. Es la primera vez, sabe que está perdiendo el combate y eso no es bueno para sus sueños. El otro niño no le da ningún tipo de respiro, no deja de golpearle, mientras la gente grita excitada a cada golpe de los niños y los corredores de apuestas ya tienen claro quién ganara el combate. Su padre lo mira con expresión seria desde un rincón, sólo se acercará a él cuando todo haya acabado. Es entonces cuando se lleva a su hijo a un rincón a animarlo, a decirle que la próxima vez ganará el combate, que no se ha lesionado y que así dentro de 15 días podrá volver a pelear y ganar más dinero pues a veces, cuando las apuestas son buenas, ellos reciben algún tipo de ‘regalo’ de los corredores, unos regalos que a veces doblan el dinero que les pagan por subir al ring.
Su hermano In Pong tendrá -depende del punto de vista- más o menos suerte, pues ‘El jefe’ no le deja pelear, ya que su oponente es mucho mayor que él y le podría hacer verdadero daño. Él no está contento, ni mucho menos, ya estaba preparado y de esta manera no conseguirá ni siquiera el dinero que ha ganado su hermano por subir al ring. Durante toda la noche se suceden los combates de niños, entre ellos la lucha estrella, en la que se enfrentan dos niñas de no más de 13 años. El tercer muchacho que nos acompaña en el viaje, el más mayor, también pierde el combate. Le han partido una ceja y tiene que salir del ring sangrando.
El viaje de vuelta al campamento se hace en silencio. Llegamos a Bangkok entrada la madrugada, dejo a los chicos en el campamento y cojo un taxi que me lleve a casa. Les volvería a ver unos días más tarde, hablamos con la ayuda de un amigo tailandés. Charlamos de su futuro, me confirman lo que ya había visto en sus ojos, que solo piensan en el Muay Thai, pero que ahora también quieren aprender inglés. Les pregunto por qué y ellos me dicen que así podrán hablar conmigo. Me vuelvo a casa contento. Ya tengo dos nuevos amigos.
Post : John Bali.
Le voy a pedir por favor que haga usted el favor de borrar ahora mismo este post, pues usted ha robado tanto las fotos, como el texto sin pedirme permiso alguno.
ResponderBorrarGracias
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